jueves, 15 de noviembre de 2012

La cruz de Mostar

La cruz de Mostar: 
Mostar, 2012. Fotografía: LPA

Desde cualquier punto de Mostar, la quinta ciudad de Bosnia y Herzegovina, es visible de forma ostensible la colosal cruz que corona el monte Hum, uno de los promontorios que domina todo el núcleo urbano. Resulta paradójico, y no es casual, que esa misma colina fuese el puesto de observación preferente de las tropas croatas durante el conflicto que asoló el país a principios de los años noventa del siglo XX. La posición estratégica de Hum permitía el bombardeo sistemático de la ciudad y de los barrios musulmanes de la orilla oriental del río Neretva. Veinte años después del final inconcluso de la guerra de Bosnia, la ciudad mantiene esa línea divisora demasiado presente todavía en el imaginario colectivo, el río: con su ribera oriental ocupada por los barrios musulmanes, hoy bosniacos haciendo referencia al término empleado actualmente en los medios de comunicación; y la vertiente oeste, zona católica y actualmente ocupada, casi en exclusiva, por la población croata.
 
Mostar, 2012. Fotografía: LPA
El final de la contienda bosnia, auspiciado por una comunidad internacional inoperante pero excesivamente asqueada por un conflicto demasiado anclado en las entrañas de Europa, significó una hipócrita solución de compromiso que entrañaba la propia dificultad intrínseca de esa guerra. La paz firmada el 14 de diciembre de 1995 establecía un país único que Jakob Finci, funcionario bosnio, definía para el diario El País (edición impresa del 4 de diciembre de 2005) de la siguiente manera: “…se trata de un mismo país, con dos entidades, tres nacionalidades, cuatro religiones y cientos de problemas”. El escenario de Mostar ejemplifica esta peculiar situación: la falta de entendimiento es endémica entre los responsables políticos croatas y los bosniacos; la ciudad se encuentra dividida, psicológica y físicamente; y la falta de una verdadera reconciliación, efectiva y práctica, impide una auténtica reconstrucción de la ciudad y su vida, la necesaria reactivación de la economía y la superación de las tensiones “étnicas” (si es que alguien es capaz de explicar qué es eso de “étnico”) o religiosas.
Mostar, 2012. Fotografía: LPA
Mostar constituyó uno de los principales dramas dentro de la tragedia general de Bosnia y Herzegovina. En los inicios de la contienda sufrió la acometida de las tropas serbias posteriormente rechazada por la actuación conjunta de croatas y bosnios – musulmanes. Pero en 1993 esta frágil y artificiosa alianza saltó por los aires y los croatas sometieron a una parte de la ciudad, la musulmana, a un asedio sistemático de una crueldad terrorífica, incluso, para los niveles del horror alcanzado en otros muchos enclaves de Bosnia. Según los datos de Xabier Agirre Aramburu, recogidos en su libro Yugoslavia y los ejércitos. La legitimidad militar en tiempos de genocidio, se calcula que caía sobre la margen izquierda de la ciudad, la habitada por la población bosniaca, una media de doscientos a cuatrocientos obuses y se contabilizaban en torno a diez muertos diarios. En todo ese contexto, el mismo autor ha denunciado constantemente la inoperatividad de las tropas españolas destinadas en la ciudad convertidas en meros observadores de la masacre propiciando con su cobarde silencio el horror.
Iglesia de San Pedro y San Pablo, Mostar, 2012
Fotografía: LPA
El 9 de noviembre de 1993 las fuerzas croatas consiguieron por fin hundir en el Neretva el antiguo puente otomano de Mostar, un símbolo cultural de la ciudad que había resistido el feroz asedio y hasta un total de sesenta impactos de artillería. La estrategia bélica en la ciudad implicó la destrucción cultural y espiritual del enemigo, su humillación y la eliminación de cualquier vestigio que pudiese dar idea de la antigua convivencia que caracterizó a un núcleo en el que sus habitantes encontraban más implicación con la ciudad que con cualquier nacionalidad o etnia. La destrucción de cualquier manifestación y emblema cultural era parte fundamental en la estrategia militar.
En la actualidad, en Mostar, la cruz que corona el monte Hum se alza insolente. La iglesia católica está demasiado empeñada, espiritual y económicamente, en la evangelización profunda de la región. De hecho, el campanario de la iglesia franciscana de San Pedro y San Pablo se levanta imponente sobre el horizonte de Mostar con sus veinticinco metros y esa especie de orgullo de lectura freudiana de la que hacen gala las autoridades croatas. Mientras, los barrios musulmanes viven entre las cicatrices todavía sangrantes de una guerra demasiado presente y cuyo final se antoja lejano y difícil.
Luis Pérez Armiño

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